Sólas en casa Parte I

Andrea y Virginia se conocen desde que estudiaban primero de E.G.B. en un colegio de monjas de una ciudad del norte de Espańa. Ahora, con 18 y 17 ańos respectivamente (Andrea es ocho meses mayor que su amiga), disfrutan de su último verano como escolares antes de ingresar en la universidad. Aunque cursarán diferentes carreras, van a verse con asiduidad en el campus y en los autobuses, compartiendo -sugerente perspectiva que las tiene expectantes- nuevas amistades y vivencias. Las dos salen de copas los fines de semana junto con otros amigos y amigas, también compańeros de clase desde la infancia. Andrea es una muchacha alta de melena castańa en cuyo rostro no destacan rasgos especialmente bellos, pero posee ese magnífico tipo de jovencita, unos brazos y piernas bien torneados y el atractivo ańadido de quien sabe cuidarse y vestirse con coquetería. Inteligente, reflexiva y ordenada, como en todo lo demás Andrea aplica la moderación y la discreción en sus relaciones sociales y sentimentales. Desde hace dos ańos sale con un chico que conoció en una fiesta de fin de curso, una relación nada profunda, aunque inesperadamente estable, más de lo exigible a una chica que, por edad, se supone que «debe salir» con un tío. Justamente con él perdió la virginidad y desde entonces el sexo ha estado presente, aunque no con asiduidad, sobre todo por la falta de ocasiones. Practicar el sexo con este chico le gusta bastante, pero sospecha que hacerlo con un hombre ofrece muchas más posibilidades.

Virginia, una rubia de larga melena ligeramente rizada con mechas y anatomía ciertamente rotunda, es harina de otro costal; en realidad es la antítesis de Andrea en todos los aspectos: inquieta y desinhibida, se despreocupa de la mayoría de los asuntos para concentrarse en vivir a tope y en disfrutar al máximo de sus abundantísimas amistades… y relaciones íntimas, en las que se desenvuelve con descaro, con agresividad incluso. Esta campeona insuperable del ligue y del flirteo se ufana en enumerar sus «rollos» con tíos de todas las tinturas y pelajes. Sabe como traerles de cabeza con toda una parafernalia, mucho más planificada de lo que nadie creería, de gestos de colega, insinuaciones, mohines y escarceos diversos que sólo en algunas ocasiones culmina en actividad sexual. Porque si ella acepta gustosa a muchos de los tíos que captan su atención para pasar un rato divertido, con mayores o menores grados de erotismo, sólo algunos le son «aptos» para un buen polvo. Sabe que por esta actitud (no exenta de precocidad en su entorno cultural) se ha ganado en ocasiones el feo apelativo de «calientapollas», cuando no directamente el de «zorra», pero esto le trae al pairo: hará sólo que le gusta y cuando le gusta, en tanto haya ocasión.

Ellas son, ciertamente, muy diferentes, pero esto fue probablemente lo que las atrajo la una de la otra. Aunque la aplicada Andrea suele ayudar a su amiga en sus estudios, la intelectualmente ignorante Virginia tuvo la ocasión, hará cosa de tres meses, de enseńarle algo que Andrea desconocía, algo por completo inesperado y tan enriquecedor como toda la enciclopedia Larousse: el excitante y maravilloso mundo del lesbianismo.

Virginia, siempre ávida de nuevas sensaciones, hacía mucho tiempo que venía imaginando cómo sería hacerlo con una chica. A su mentalidad libre de prejuicios no le costó gran cosa asumir su condición de bisexual, pero no encontraba ni la ocasión ni a la mujer para poder saciar una curiosidad que terminaría convirtiéndose en obsesión y en tema exclusivo de sus fantasías eróticas. Su entorno social, el ambiente de copeo y discotequero que frecuentaba, incluso sus propios hábitos, estaban rigurosamente predispuestos para las relaciones con el sexo opuesto, no con el propio. Era una desvergonzada, pero no tanto como para no comprender que para esta empresa no podía armarse de desfachatez sin más y empezar a ligarse tías como si tal cosa. Nada de esto debía realizarse en público por el momento… al menos no con 17 ańos. Así las cosas que Virginia pensó: para qué arriesgarse si ya tenía una chica en su vida, su querida Andrea ?. Era más que una amiga de tiempo libre, era una compańera de estudios siempre solícita a echarla un cable, una confidente a la que podía relatar la hazańa sexual de turno desternillándose las dos de risa. Habían compartido ratos deliciosos revelándose sus más secretas intimidades, sus diferentes visiones de las cosas. A Virginia le encantaba recrearse en los aspectos más morbosos, sabiendo que ello suscitaba en Andrea el típico gesto de turbación o comentarios reprobatorios («pero que loca estás», «cómo te pasas», «algún día te van a pillar»…). Las reacciones de Andrea ante las aventuras de Virginia variaban desde la aceptación humorística hasta la abierta censura, lo que sugería en ella prejuicios morales innatos que pugnaban por abrirse a la tolerancia y a la libertad total de prejuicios. Esta evolución del pensamiento de Andrea estimulaba a Virginia, que conocía además su tendencia a mostrarse más comprensiva en todo lo que le concernía a ella.

Por eso, tras mucho maquinar y calcular riesgos, Virginia sedujo a Andrea en un momento mágico de intimidad y de líbidos alteradas, un día a la vuelta de una discoteca hacia las 3 de la madrugada, en el mes de junio del presente ańo. Estaban celebrando el final de las clases, y a fe que no pudo comenzar mas espectacularmente para ambas el verano de 1998. Tras esta experiencia lésbica inolvidable, que marcó profundamente a las dos (aunque más a Andrea, que tardó unas semanas en asumir lo que le había pasado), hablaron y decidieron solemnemente proseguir su amistad, ahora reforzada con un fuerte componente sexual. Obviamente, de momento su relación lésbica permanecería en el más riguroso secreto. Quizá eventualmente -a insistencia de Virginia, que temblaba de excitación ante las posibilidades de un mundo de placeres enteramente nuevo- harían partícipes de su condición a otras chicas, caso de hallarlas, si guardaban idéntica discreción.

Habían pasado tres meses y sus encuentros lésbicos dignos de considerar no superaban la media docena, tal era la dificultad para encontrar los momentos de intimidad adecuados. Andrea, en particular, tenía problemas para acudir a sus citas con Virginia relajada y sin miedo a ser descubiertas, posibilidad que le aterrorizaba. Naturalmente, estaban juntas muchas horas a la semana, pero, al tratarse de lugares públicos o semipúblicos, Andrea rehusaba todo contacto, por nimio que fuera, si había gente pululando. Esto frustraba a Virginia, pero también a Andrea. Había habido, eso sí, numerosos escarceos fugaces, plenos de acaloramiento y prisas, con tocamientos, besos y estimulaciones en lugares tales como servicios de seńoras y vestuarios… y muchos más que habrían seguido si de Virginia hubiera dependido, pues a ella este tipo de pasiones clandestinas le excitaban extraordinariamente, por la tremenda carga erótica que encerraban. En estas situaciones, por lo general, Andrea se debatía entre sus aprensiones y el disfrute que le brindaba Virginia. No hay que olvidar además que Andrea se fue de vacaciones con su familia en julio y Virginia con la suya la segunda quincena de agosto, lo que les privó de muchos días de mutua compańía.

Las únicas ocasiones en que pudieron dar más rienda a sus deseos fueron cuando estaban en casa de alguna de ellas (por eso se habían multiplicado las visitas mutuas aduciendo razones de circunstancias), pero no mucho, pues Andrea tenía dos hermanos menores, odiados visceralmente por Virginia, a quienes llamaba «abortitos», que trasteaban sin descanso, entrando y saliendo de la casa como ciclones a la que menos se esperaba. El padre de Virginia por su parte, abogado de profesión, solía reunirse con frecuencia en su despacho doméstico con socios del bufete. Demasiada gente enredando por ahí como para emprender nada serio. Además, las únicas ocasiones en que los cońazos de padres salían de casa eran los viernes y los sábados por la noche… justo cuando ellas tenían que salir con una cuadrilla de amigos que cada vez se estaba haciendo más insidiosa con sus gilipolleces. Andrea incluso se estaba cansando de su «novio» (por cierto, pensaba, qué palabra tan horrible !), tal que había empezado a distanciarse de él dándole largas con rebuscadas disculpas.

Por fin, la ocasión perfecta se planteó un fin de semana de mediados de septiembre en que (Ą maravillosa coincidencia !) los padres de ambas se iban de viaje: los de Virginia a un congreso jurídico en Madrid y los de Andrea al pueblo de la madre, en Salamanca, acompańados por los dos mocosos. Por primera vez a Andrea le permitieron quedarse sóla, una dispensa de su protectora madre que Virginia celebró agradecida de todo corazón: la seńora Asurmendi nunca imaginaría lo que ella y su nińa iban a hacer ese fin de semana.

Los padres de Andrea marchaban el viernes por la tarde. Virginia, impaciente como nunca, se presentó en la casa -un piso amplio y confortable situado en un acomodado barrio residencial- hacia las cuatro de la tarde, una hora antes de la partida. Para sorpresa de Andrea, pues había quedado en llamarla por teléfono para que viniera tan pronto como el coche familiar hubiese arrancado. Virginia había planeado detalladamente el «programa» de los dos días y medio que tenían por delante para ellas solas. Y había empezado, previa concertación con Andrea, por avisar a Manu, el chico con el que había quedado para mańana, y a los amigos comunes con los que suele quedar junto con Andrea los viernes: este fin de semana marcharía a Madrid con sus padres, en tanto que Andrea haría lo propio con los suyos. Le importaba un bledo mentirles tan descaradamente.

Virginia traía puesto un body blanco ajustado, bastante liviano, sin mangas, que le llegaba hasta el medio muslo, y calzaba unas zapatillas de tenista blancas a juego. Con sus piernas morenas exhibidas sin pudor, su cabellera rubia despendolada y su agresivo maquillaje facial, Andrea supo al instante que Virginia quería ofrecérsele en todo su esplendor femenino e indicarle que este fin de semana sólo para ellas iban a celebrar, por fin, la gran follada tan ansiada.

-«Andrea, no te olvides de cerrar la llave del gas por la noche».

-«Vale, mamá. Oye, estoy con Virginia en la sala, que luego vamos a salir».

Sentadas las dos en el sofá, fingían leer revistas de moda, aunque en realidad esperaban a que los viejos se marcharan. Virginia, insinuantemente recostada con las piernas cruzadas -la derecha se levantaba y bajaba rítmicamente- y los brazos extendidos en el respaldo, sentía como su calentura crecía por momentos. Con un mohín malicioso, se arrimó a Andrea, que aparentaba estar concentrada en la lectura, para susurrarle al oído:

-«Sí, sí, salir… dile mas bien que vas a hacértelo con tu amiguita…

Virginia completó su procaz comentario con un rápido ademán de mordisquearle el cuello. Andrea lo acogió con escrúpulo:

-(«Sshhh, para, para quieta, tía !»).

-«Ah, muy bien, pero no vengáis muy tarde. Por cierto, si mańana vienen a entregar el chaquetón de la tintorería les pagas, aquí te dejo el dinero».

-«Sí, mamá».

Andrea se puso en pie y se dirigió al pasillo para asegurarse de recibir bien las ultimas instrucciones maternas. Virginia, que adoraba los toqueteos a escondidas, se pegó a ella. En otro repentino movimiento, aprovechando que el padre sacaba las maletas afuera y la madre estaba de espaldas concentrada en su monedero, le agarró por detrás el busto con ambas manos al tiempo que le dijo con tono insinuante:

-«Como nos vamos a poneeeer…».

Andrea casi suelta un grito de sorpresa. Girándose inmediatamente, recriminó quedamente a Virginia:

-«Pero, estás loca ?, espera a que se marchen»..

-«Mira, he traído revistas y videos».

Virginia seńaló a un pequeńo bolso de viaje que había traído y que Andrea suponía contenía cosméticos. Con una fugaz mirada, Andrea reparó atónita en su contenido, que además del anunciado material pornográfico incluía lo que parecía un enorme pene de goma. Sabía que Virginia era capaz de muchas procacidades, pero esta se llevaba la palma. Conteniendo su azoramiento, su irritación incluso, Andrea le espetó:

-«Esto es demasiado, Virginia. Pero, qué has hecho ?; te has pasado por un sexshop, o qué tía ?».

Virginia no dijo nada. Se limitó a lanzarla un beso y una mirada carińosa como pidiendo indulgencia para su atrevimiento.

Andrea sentía subírsele el rubor a las mejillas. Esta chica es incorregible !. Pero el hecho de haber escogido esta palabra en su reproche mental le hizo al punto sonreir. Fue en los breves instantes en que sus padres ultimaban los detalles de la partida y sentía en la nuca el aliento perfumado de Virginia cuando comprendió que no cabían ni el nerviosismo ni el reparo: su querida Virginia había venido a entregársele en cuerpo y alma, quedaban unos segundos para gozar de su sexo sin restricciones !. Sí, mucho más allá de lo que se había atrevido a confesar a su amiga, había deseado este momento con una pasión devoradora, sólo exteriorizada con las frenéticas masturbaciones nocturnas de la víspera. Llegó la hora de quitarse esa máscara de formalidad y de descocarse. Iba a hacer el amor con una mujer muy hermosa, se disponía a descubrir los límites del placer en los brazos de otra chica.

Fin de «Solas en Casa», parte I.